NOS SUBIMOS AL TREN

Al día siguiente de haber saltado la bandera roja, donde nos indicaron que nuestra hija posiblemente sufría problemas alimenticios (aún seguía sin conocer el término:  Trastorno de Conducta Alimentaria (TCA)), me puse a buscar profesionales expertos en el tema para tratarla.

Debo decir que tuve mucha suerte… pues la única psicóloga clínica que contacté fue un ángel caído del cielo, con quien tuvo click mi hija.  ¿Y por qué suerte? Pues no siempre se consigue a la primera el profesional idóneo; o quizá lo es, pero no tiene química con el paciente, o quizá con el tiempo… por ser una enfermedad muy larga, los padres de familia se desesperan, pues quieren ver resultados rápidos y terminan cambiando.  En fin… en este caso, ¡ella lo fue!

Le escribí un mensaje por Messenger (había tenido referencias de ella, por otras personas que la recomendaban en un grupo de Facebook). Sin siquiera conocerme, me dijo que la llamara, que quería escuchar el caso.  La llamé, me escuchó y a pesar de indicarme que su agenda estaba llena; la primera sesión con Mia fue al día siguiente de manera virtual. (Todo el apoyo que Mia recibió por parte de la psicóloga fue siempre virtual)

Hasta ese entonces, no tenía ni la menor idea en qué nos estábamos metiendo. La apertura de Mia por recibir terapia psicológica fue de gran ayuda en el proceso y me hizo pensar que con el nutricionista nos iría igual de bien. Pero poco sabía que los trastornos alimentarios son trastornos mentales, no trastornos de peso

Tal es el caso, que cuando la nutricionista que escogimos originalmente, especializada en estos temas, la atendió (nuevamente de manera virtual), al terminar la sesión a Mia le entra un ataque de ansiedad, pues le había indicado a la profesional un peso máximo del cual no quería pasar. Y posteriormente le entra una culpa terrible del por qué le había indicado eso. Me pidió la llamara de vuelta, que le dijera que ese peso era demasiado, que quería pesar menos de eso. Luego… siguió insistiendo y sintiéndose mal por esa conversación, la cual no podía dejar a un lado.

En cuanto recibo la recomendación escrita de la nutricionista, para iniciar el plan de acción… ya habíamos empezado mal.  Mia no confiaba en la recomendación, pues pensaba que era un plan de “engorde”.

Nos tomó aproximadamente 10 días entender que no estábamos en buen camino con este plan.  Mia cada vez estaba restringiéndose más y más a varias comidas.  Y una vez se eliminaba algo de su dieta… no lo pudimos volver a introducir; sino meses después del inicio de su recuperación (el cual estaba lejísimos de suceder). La culpa la estaba carcomiendo y lo único que hacía era llorar y llorar.

¿Qué sucedía conmigo, mientras tanto? La culpa ya me había invadido… ya me había castigado, recriminado y cuestionado la forma de criar a mis hijos.   Quería tener una explicación lógica del por qué le había sucedido eso.  Nadie nunca me preparó… me agarró en frío. Necesitaba entender… así que el paso lógico era informarme del tema.

Me recomendaron un libro llamado “Perfectamente Imperfecta” de las autoras: Sandra Real y María José Jiménez. Es un libro testimonial donde mamá e hija cuentan sus experiencias y cómo salieron adelante desde dos puntos de vista distintos.   Este fue el libro que inició en mí el proceso de entender la enfermedad y aclaró muchas dudas que tenía.  Incluso me informó sobre muchos temas que debía tomar en consideración, que de no haberlo leído… me hubiera tardado más en saber y ejecutar.

Había otro libro que quería leer simultáneamente llamado “Cuando tu Adolescente Tiene un Trastorno de la Conducta Alimentaria” de Lauren Muhlheim; sin embargo, yo no era la única que estaba sufriendo y estaba perdida en cómo tratar a mi hija… mi esposo también estaba sufriendo y no sabía cómo actuar; así que fue él el que tomó el libro y empezó a empaparse del tema.

Ambos fuimos instruyéndonos, buscando grupos o foros de padres de familia en Facebook que estuvieran atravesando la misma situación, cuentas en Instagram alusivas a los TCA, buscamos ayuda profesional que nos pudieran hablar más del tema para poder guiar a nuestra hija y escucharla sin juicio.

Mientras todo esto sucedía paralelamente, la salud de nuestra hija iba deteriorándose más y más. No solo su salud física y emocional, principalmente su salud mental.

Mi desesperación aumentaba, al verla infeliz; ella constantemente sentía culpa y ansiedad.  Lloraba todo el tiempo y yo carecía de herramientas para calmarla. Lo único que hacía era hablarle y garantizarle que íbamos a salir de esa. Creo que el amor, la paciencia y la comprensión jugaron un papel protagónico en las múltiples charlas que tuvimos en todo el proceso.

La frecuencia de las terapias psicológicas había aumentado a dos veces por semana. El cambio de nutricionista ya se había dado (el cual fue evidentemente a mejor… aunque si le preguntábamos a Mia qué opinaba, hubiese dicho todo lo contario). Había guía, disciplina, control y mucho seguimiento por parte de la profesional y nosotros. Lamentablemente mi hija ya se había entregado a la enfermedad. A ese maldito monstruo, “la voz”, la voz que:

– le hablaba todo el tiempo

– la hacía sentir lo más bajo

– le decía que no merecía comer esa comida

– le inducía a creer que no estaba enferma hasta que estuviera postrada en una cama con nutrición enteral (alimentación por sonda)

– le hacía pensar que era la más fea, que hiciese lo que hiciese siempre se vería horrible

– la incitaba a hacer más ejercicio

La MALDITA VOZ que la tenía exhausta física y mentalmente.

Recuerdo claramente cuando una madrugada le escribí desesperadamente a una psicóloga que nos estaba apoyando a entender la enfermedad, pidiéndole recomendaciones de centros en donde pudiera llevar a mi hija para que la durmieran o le dieran algo para que la calmaran.  Mia lloraba incansablemente todo el tiempo, estaba sufriendo y yo no sabía qué más hacer.

Obviamente no nos recomendó llevarla a ningún centro psiquiátrico, clínica u hospital; sino que nos sugirió hablar con un psiquiatra. Algo que fue simultáneamente sugerido por la psicóloga que trataba a Mia.

Una vez más cometimos el error de buscar un psiquiatra que no era parte del equipo. Y ¿qué creen que pasó? ¡Nos equivocamos, de nuevo!  Lamentablemente no sabía dirigirse a nuestra hija… fue espantosa la sesión, lo único que queríamos era que acabara la misma y que le recetara algo para calmar a nuestra bebé. 

Sin embargo, al contar la experiencia vivida a su psicóloga, nos recalcó que es muy importante que, para este tipo de situaciones, se trabaje con un equipo integral, que entre ellos puedan conversar y hacer planteamientos para el progreso de la persona afectada. 

Allí entra en escena la nueva psiquiatra y a partir de entonces inicia un tratamiento, el cual cumplimos al pie de la letra.  No fue sino un año más tarde de haber mostrado Mia inicios de su recuperación, en donde el medicamento se suspende definitivamente (habiendo cumplido rigurosamente las recomendaciones).

En conclusión, compartir esta experiencia es mi forma de ofrecer apoyo y orientación. Afrontar un Trastorno de Conducta Alimentaria (TCA) es un desafío abrumador, pero a través de la comprensión, la búsqueda de profesionales adecuados y el aprendizaje continuo, es posible superarlo. Mi objetivo al narrar nuestra travesía es brindarte esperanza y recordarte que no estás solo. Este espacio es una mano extendida, una fuente de experiencias vividas y un recordatorio de que, aunque el camino sea difícil, la perseverancia y el amor pueden marcar la diferencia en la recuperación de tu ser querido. Gracias por acompañarme en este viaje, y te deseo fuerza y resiliencia en tus propias travesías.

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